Cambios en el corazón con el inicio del deporte

El corazón es uno de los órganos más fascinantes del cuerpo humano. No lo digo porque sea mi especialidad (que también jejeje), sino por su capacidad para adaptarse a las necesidades del individuo. Un claro ejemplo está en los cambios que se va produciendo en su propia anatomía con el inicio de la actividad física.

Con la práctica frecuente de deporte, todo organismo sufre modificaciones. Algunas son muy apreciables, como el adelgazamiento o la generación de musculatura en las partes del cuerpo que más soportan el esfuerzo (brazos, músculos de las piernas, etc.), mejora la agilidad, la fuerza y la energía, mejora la salud de los huesos, previene la artritis, los niveles de colesterol, ya que reduce los niveles de las lipoproteínas de baja intensidad; controla la presión sanguínea protegiendo el corazón, las venas y las arterias, ayuda a controlar el peso, disminuye el estrés y la calidad del sueño.

Pero, además, cuando regularmente se realiza deporte, en el músculo cardíaco también se producen modificaciones y adaptaciones. Una de las más importantes es el descenso de la frecuencia cardíaca (pulsaciones del corazón por minuto) en reposo y también durante el ejercicio físico.

El corazón de un individuo en reposo, sin entrenamiento, tiene una frecuencia de aproximadamente setenta latidos por minuto, y la cantidad de sangre que bombea de media es de alrededor de 70 cm3 en cada latido. La multiplicación de estas dos cifras da un total de 4.900 cm3 de sangre por minuto (esta cifra es conocida como gasto cardíaco o cantidad de sangre bombeada por el corazón en un minuto).

Otra relevante adaptación que se produce en el corazón cuando se realiza un entrenamiento aeróbico regular es un alargamiento de la fibra muscular cardíaca, lo que genera un aumento de las cavidades cardíacas. La consecuencia del crecimiento del tamaño de las cavidades cardíacas es que en cada bombeo de sangre el volumen es mayor y, por consiguiente, también la cantidad de oxígeno que transporta la sangre en cada latido.

Otra de las adaptaciones importantes es la reducción de la frecuencia cardíaca tanto en reposo como en el esfuerzo submáximo (el 70-75% del máximo). Si se mantiene en esos niveles la frecuencia cardíaca, se evita la aparición de fatiga precozmente. Ante un ejercicio moderado, la persona no entrenada comenzará a cansarse antes que la que sí lo está, pues ésta, para hacer el mismo esfuerzo y bombear la misma cantidad de sangre, necesita menos pulsaciones, por lo que desarrolla el mismo nivel de trabajo con menos esfuerzo.

En el esfuerzo máximo, los dos individuos tendrían sus corazones latiendo al máximo. En estas circunstancias, el entrenado bombeará más sangre que el no entrenado, pudiendo a veces alcanzar este incremento hasta un 70-80% más de sangre. Como consecuencia, el individuo entrenado es capaz de realizar esfuerzos más prolongados y duros que quien no lo está.

La mejoría en el consumo de oxígeno máximo es otro parámetro que se relaciona directamente con la frecuencia, la intensidad y la duración del entrenamiento. Una práctica deportiva tres o cuatro veces semanales, con intensidades de bajas a moderadas (55-64% de la frecuencia cardíaca máxima) y una duración de 30 minutos aproximadamente han demostrado aumentos del 10-12% en el consumo de oxígeno (VO2 ) máximo. La ganancia en VO2 depende no sólo del entrenamiento, sino también de otros factores, como las características genéticas del deportista.

Es importante considerar que la mejoría en el VO2 depende del volumen del entrenamiento, que es la resultante de la duración y la intensidad. La frecuencia semanal de entrenamiento para obtener los beneficios óptimos y los riesgos mínimos se basa en una prescripción de tres a cinco veces por semana.

Todos estos cambios que sufre el corazón ante el entrenamiento dan lugar al llamado corazón del atleta, que en definitiva, es la expresión de una adaptación crónica del corazón a la demanda continuada en el tiempo de bombear más sangre por una mayor intensidad de ejercicio.